EL LECTOR DE HOJAS DE COCA
Como todos los nombres, mi nombre no tiene importancia. Solo importa mi oficio. Y el mío apenas si es ponderado en un mundo donde el conocimiento superficial, lo grotesco y la angurria lo dominan todo. Soy lector de hojas de coca, oficio que aprendí de mis ancestros los chankas, el único pueblo a quienes los incas nunca pudieron someter. Extiendo mi franela roja sobre el piso, saco mi bolsa de hojas secas y, luego de soplarlas y bendecirlas, las lanzo al aire para que caigan sobre la franela y así poder ver el futuro de mi amigo (yo solo tengo amigos, nunca clientes) en la formación de las hojas. Pocos pueden imitar o sorprender a los incautos con mi trabajo. Leer las hojas de coca no requiere tanto ingenio como conocimiento ancestral e intuición. Y la intuición ni te la regalan ni la compras en un tambo donde venden alcohol barato. Trabajo desde las cinco de la mañana hasta las seis de la tarde. Un atado de coca verde y un puñado de cal por todo alimento en ese tiempo. Para sostenerme, mezclo un grupo de hojas, las masco, y cuando sueltan su líquido en mi boca, meto un poco de cal para que liberen hasta el último de sus jugos. Eso me da fuerzas y me quita el hambre. Así sucedió con mis antepasados y así sucede conmigo. Una vez que cae la noche y nuestro dios, el Sol, se oculta, debemos ocultarnos también nosotros. Mucho o poco que hayamos ganado, debemos irnos con nuestro rey a las sombras. Somos hombres de poco leer, lo confesamos sin problemas. Pero alguna vez abrí un ejemplar de la Ilíada en una librería y me encontré con esta frase: "Y cae la noche. Y es bueno obedecer a la noche". Sí. Eso. Me gusta pensar que somos guerreros de luz y de conocimiento en un mundo perdido en la vulgaridad y la oscuridad de todo tipo. Duermo ocho o nueve horas diarias. Kachkaniraqmi. Sigo adelante, pese a todo.