JORDI DOCE: “Los jóvenes que han surgido de las redes sociales y ahora gozan del aprecio popular (...) tienen más que ver con la industria del espectáculo, los impulsos y mandatos de la moda juvenil, las leyes del entretenimiento...”
Por Víctor Coral.
Muchos poetas suelen tener una imagen poética primera. Algo así como el primer recuerdo relacionado con la poesía, un escenario poético, una visión... De tenerla, ¿cuál es la tuya?
No tengo constancia ni recuerdo de ninguna imagen poética primera, la verdad. Sé que mi poesía tiene un elemento visual o escenográfico fuerte, es decir: todo poema va acompañado de una especie de correlato visual que me ayuda a resolver su escritura. Lo visual, lo musical y lo estrictamente verbal se entrelazan de manera muy estrecha en mi escritura.No obstante, si por visión te refieres a un tipo de escenario poético que reaparece una y otra vez en mi poesía, o que he intentado capturar en distintas ocasiones, entonces podría ser una calle de barrio bajo el sol del verano: una calle desierta, golpeada por el calor y el silencio, y la luz cayendo a plomo sobre el asfalto. Nunca he dejado de ser el adolescente fascinado por la atmósfera de una ciudad de provincias en verano, cuando todos están en sus casas o bien se han ido a otra parte (con música o sin ella). Me gustan los espacios entre: las calles laterales o que no parecen ir a ningún sitio, los descampados que bordean la línea del tren, los parques y avenidas ligeramente desastrados de las afueras... Podría ser la experiencia de un joven flâneur (esas tardes interminables de hastío y desgana en las que matábamos el tiempo deambulando por la ciudad vacía), pero es también una visión pictórica -Hopper mediante- y hasta cinematógrafica.
Mi primera escuela poética fue el bar de la facultad universitaria, en Oviedo, donde un grupo de estudiantes afines hablábamos de poesía y nos intercambiábamos libros, revistas, fotocopias... Con esos amigos fundé una modesta colección de cuadernos o plaquettes, Heracles y nosotros, donde dimos a conocer nuestros primeros textos «publicables». También fueron importantes las revistas, claro. Eran el medio más a mano para ir probando el material; para darle salida y asumir, una vez impreso, las limitaciones del propio trabajo. Luego, en el verano de 1993, di por finalizado mi primer libro, La anatomía del miedo, y lo envié al consabido premio de poesía. En mi caso, el Antonio González de Lama de León. Para mi sorpresa, lo gané. Y el libro salió publicado un año después en una colección institucional, fea y casi clandestina, pues no se distribuía en librerías. Recuerdo que bajé a León en coche y cargué el maletero con cuatro o cinco cajas de libros que yo mismo envié a poetas y críticos de todo el país. Una ruina, desde luego, pero así fue como me di a conocer ante algunos de los amigos e interlocutores -Álvaro Valverde, sin ir más lejos- con los que aún sigo conversando.
De joven participé en algunos concursos de poesía. Ya he contado que gracias a un premio pude publicar mi primer libro. Luego, años más tarde, otro concurso me permitió publicar mi cuarto libro de poemas, Otras lunas (2002). Todavía lo intenté una vez más, pero después de mi traslado a Madrid dejé de recurrir a ellos. Obtuve un conocimiento demasiado íntimo y hasta descarnado del medio literario -sus resortes, sus hábitos, sus trampas- y preferí hacerme a un lado. Hace más de quince años (desde el 2004) que no me presento a ningún premio de poesía. Bien es verdad que he tenido la gran fortuna de encontrar editores que confiaran en mi trabajo. Con el tiempo, además, me he convencido de que los premios son importantes o necesarios para dar a conocer voces nuevas y ayudar a que los jóvenes tengan confianza en su propia escritura. Presentarse a premios a partir de los 40 años es absurdo y un poco ridículo, la verdad. Ahora mismo mi única relación con los premios de poesía es estar de jurado en el Margarita Hierro que convoca la Fundación José Hierro de Getafe (y que publica la editorial Pre-Textos). Acepté formar parte de este jurado por la confianza que me inspiran los organizadores y el compromiso de mis compañeros por desterrar cualquier mala práctica. Debatimos con rigor y honestidad, y a veces hasta ferozmente, y solo nos guía el deseo de premiar el mejor libro posible. Creo que todos somos conscientes de que los concursos tienden a premiar libros cómodos, inofensivos, que concitan adhesiones o consensos débiles. Muchas veces se busca lo no conflictivo, lo que no disgusta a nadie -sin que a nadie parezca gustarle particularmente. Nosotros, modestamente, intentamos no caer en esa trampa.
La puerta de entrada tradicional de la modernidad en España fue siempre la poesía francesa. Esto ha cambiado de manera radical en los los últimos cincuenta años, y ahora la influencia de la tradición angloamericana es preponderante. Ya no Eliot o Pound, sino poetas tan diversos como Sylvia Plath, John Ashbery, Charles Simic, Mark Strand, Anne Sexton o Anne Carson... La poesía polaca es también muy celebrada, en especial Wislawa Szymborska y Adam Zagajewski. Sospecho que la publicación de la danesa Inger Christiansen -libros como Alfabeto y Eso- ha supuesto un impacto notable. Se lee también mucha poesía latinoamericana contemporánea, pero las ventas siguen siendo escasas (lo sé porque he visto las liquidaciones). Con todo, poetas como Rafael Cadenas, Raúl Zurita, María Auxiliadora Álvarez, Ida Vitale o Blanca Varela, por nombrar unos pocos, son leídos por fervor por una minoría muy activa. Y esto galvaniza y se contagia a otros lectores. En general, las grandes tradiciones europeas -la francesa y la italiana, algo menos la inglesa- han perdido peso en nuestras lecturas. Estamos colonizados por el mundo angloparlante. Y el hecho de que yo haya podido contribuir a ello como traductor no me impide ver sus efectos negativos, así que como editor he intentado dar cabida a poetas de tradiciones muy diversas, procurar que esa pluralidad (más ideal que real, por lo demás) no se pierda.
-En tu opinión cuál es la relación entre el poeta y el ejercicio de la crítica literaria. ¿Crees que la mirada crítica es importante para el poeta de hoy?
La poesía moderna es crítica por definición. Y lo es desde el romanticismo, con Coleridge, Keats, Schelling o Hölderlin, y más adelante con Poe y Baudelaire hasta llegar a Eliot, Valéry u Octavio Paz. Otra cosa es que un exceso de teorización haya podido ahogarla en ocasiones, pero esa es otra historia, que tiene que ver con la colonización de las prácticas y los logros de la vanguardia por parte de la academia, hasta llegar a esa especie de dadaísmo subvencionado y profesoral (pero también divertidísimo y luminoso, a su modo) que es L=A=N=G=U=A=G=E en Estados Unidos. Charles Bernstein, por ejemplo, tiene una gracia especial: podría haber sido un monologuista de stand-up maravilloso. Dejémoslo ahí. Quien ignora o desprecia la cara crítica de la escritura poética es literalmente un descarado. Y se arriesga a descubrir mediterráneos y caer en la trampa de una inmediatez naif que desconoce la naturaleza exacta de la palabra y el lenguaje poético. La poesía introduce una cuña de irrealidad desde el momento en que es un signo, un señalizador de la cosa, no la cosa en sí. Por esa cuña entran la duda, la ironía, la conciencia más o menos aguda de su inutilidad. La crítica, en suma. Pero es también el ejercicio crítico, inscrito en la escritura misma, en el acto mismo de creación, el que puede ayudarnos a restañar la herida. Solo podremos curarnos si tomamos conciencia de dolencia.En el plano personal, dedico bastante tiempo a la crítica (reseñas, presentaciones, reflexiones de poética), pero procuro que no interfiera con la escritura puramente lírica. Son músculos creativos distintos. Al escribir, necesito una cierta inocencia o suspensión de la incredulidad crítica que me permita avanzar con alegría -o al menos con fe- en lo que hago. El exceso de vigilancia, de autocontrol, puede ser castrante (y hasta una forma particular de narcisismo, si se piensa bien). Cada cual tiene que encontrar su medida, la dosis que le conviene.
Es un tema vasto y complejo, que excede el marco de esta entrevista. Creo francamente que internet ha sido beneficioso para la poesía: ha agilizado la comunicación entre poetas y poéticas, ha facilitado el acceso a traducciones y autores extranjeros, nos permite estar al día de lo que se hace al otro lado del Atlántico, etcétera. Y ha puesto en cuestión jerarquías y cánones que se perpetuaban sin contestación o que ahogaban de manera perniciosa el debate crítico. El centro ya no está en dos o tres suplementos culturales o en críticos tendenciosos que acaparaban espacios de poder y dejaban fuera escrituras conflictivas o poco acomodaticias. Todo eso ha quedado lejos, o muy atenuado, y el acceso a la publicación es más sencillo y universal. Dicho lo cual, es muy posible que el péndulo se haya movido en exceso hacia al lado contrario. Ahora vemos que la falta de jerarquías y de articulación también puede ser perniciosa, pues impide un reconocimiento real del talento y la excelencia. Vemos tambien que los jóvenes que han surgido de las redes sociales -desde Instagram a Youtube- y ahora gozan del aprecio popular se manejan con códigos muy distintos a los del mundo literario: tienen más que ver con la industria del espectáculo, los impulsos y mandatos de la moda juvenil, las leyes del entretinimiento... El problema no es internet en sí (que tampoco es, por cierto, el almacén pasivo de datos que se nos vendía hace años: los algoritmos de Amazon y Facebook lo desmienten sobradamente, y no digamos el veneno iracundo que difunde Twitter a Atodas horas). El problema es, en su origen, un problema educativo. Se ha renunciado, o se está renunciando, como sociedad, a formar ciudadanos informados, responsables y con criterio. No es un problema de los colegios y los institutos, que bastante hacen con los escasos medios de que disponen, sino de la sociedad en su conjunto, que no ha decidido qué educación quiere para los suyos ni qué recursos está dispuesto a invertir. Entretanto, el mundo virtual sigue a lo suyo y ocupa el vacío -los vacíos- que encuentra a su paso. Solo hay que ver, aquí en España (escribo esto mientras viajamos precariamente hacia la «nueva normalidad»), hasta qué punto la educación y la cultura están siendo víctimas de la incuria, la indiferencia o la mala fe de una parte sustancial de la sociedad, representada en su clase de política y en el sesgo de las medidas que se plantean y se debaten. Pero ahí ya nos iríamos a otro debate.
No hay día en que no lea, prosa o poesía. Y, por lo mismo, no hay día en que no escriba, prosa o poesía. Intento mantener una disciplina más o menos férrea, aunque lógicamente hay momentos en que las circunstancias no ayudan o en que el trabajo editorial (paradójicamente) me obliga a abreviar el tiempo que puedo dedicar a la creación. En mi caso la «inspiración» se llama «voluntad», deseo de escribir. Y ese deseo puede ser inconstante, así que conviene medirse y organizar bien las tareas: cuando no escribo, corrijo; cuando no corrijo, traduzco; cuando no traduzco, reviso viejos cuadernos para ver si hay algo recuperable; etcétera. Siempre he tenido muy presente la respuesta de Rodin a un aprendiz cuando este le preguntó: «Maestro, ¿qué hago cuando no trabajo?». «Trabaja en otra cosa».
El poema surge en la mente y en la mente se queda un tiempo, madurando. Luego pasa al papel, y allí anoto los versos iniciales y trato de redondear un primer borrador. Y solo cuando el poema está perfilado en líneas generales, paso entonces al ordenador. Y allí puedo estarme horas, o días, terminando de afinarlo. Pero la pantalla del ordenador es solo el final del proceso. El poema surge de una frase, o de un grupo de frases, sostenidas por una matriz rítmica. Es decir, ese núcleo original debe tener ritmo, sonoridad, una dimensión musical que va dictando la escritura del resto. Por lo común, esos primeros versos suscitan además una imagen visual, una especie de correlato (así lo llamo en mi respuesta a la pregunta inicial) que me ampara y me guía durante el proceso. Nunca he puesto por escrito una idea preconcebida. Nunca se me ha ocurrido la idea del poema antes que sus palabras. Como mucho, surge hacia la mitad del proceso, cuando empiezo a ver claro de qué trata, cuál es el tema o asunto del poema, digamos. Permíteme que lo exprese por boca de Eliot: «Nunca sabemos del todo lo que debemos decir en un poema hasta que lo hemos dicho; pues lo que queremos decir cambia en el proceso gracias al cual se convierte en poesía» («Escila y Caribdis»).
-Si quieres puedes compartir un poema inédito.
Es el fragmento inicial de un ciclo de poemas breves que empecé a escribir el otoño pasado. Veremos en qué acaba:
Se quemó las pestañas
-es decir, el espíritu-
hurgando entre las cosas,
buscando su sentido.
Un nervio puesto bajo el foco,
un estambre pelado.
Así el hambre revuelve los armarios
incapaz de elegir o de rendirse.
En el bosque de las presencias
los árboles le hicieron un pasillo
y luego se esfumaron.
Ha dejado de oír su propia voz.
Mira por la ventana de sí mismo
y la niebla humedece los cristales.